Las pruebas internacionales y las pruebas nacionales dan cuenta, además, de un grave retraso comparativo de nuestra educación respecto de países símiles en lo económico, y de un estancamiento severo en cuanto a sus deficientes resultados. Además, la educación pública o municipalizada observa resultados muy por debajo, en el agregado, respecto de su contraparte privada, incluso de aquella que financia el propio Estado. Debilidad de las políticas financieras, inadecuadas estrategias de formación docente, inapropiados marcos curriculares y reglas de gestión atrasadas e inhabilitantes causan esta verdadera tragedia nacional que condena a Chile a seguir siendo tercermundista, exportador de recursos naturales y marcado por una ignominiosa inequidad social.
Las protestas estudiantiles de los últimos días, con todo su desorden y ausencia de agenda concreta, son manifestación del sentimiento de frustración que se anida en la sociedad chilena por esta situación. Los gobiernos democráticos no han enfrentado el problema en la medida en que ello era y es necesario: un serio dilema que afecta a la gobernabilidad democrática chilena, su efectivo proyecto de desarrollo y la propia seguridad nacional.
El proyecto de Ley General de Educación (LGE) no es la panacea para resolver todos estos problemas. Se trata de una ley marco para una acción continua sobre un problema multidimensional y dinámico como es la educación. En tal sentido, la LGE debe constituir una puerta de acceso a caminos de solución en áreas cruciales, particularmente en lo que dice relación con calidad de la enseñanza y con el papel de la educación pública en el sistema.
Por esa razón, la LGE hay que entenderla como un paso adelante que necesita al menos de otros dos proyectos imprescindibles que deben comprometer seriamente a los actores políticos: una ley sobre la Superintendencia de Educación y los mecanismos de aseguramiento de calidad de las enseñanzas básica y media, y una ley que establezca las normas, criterios de financiamiento y de organización y gestión de la educación pública. La LGE debe ser un acuerdo nacional en la intención de recuperar terreno perdido y contar con políticas más proactivas en el campo de la educación. Por ello debe concebirse como un marco legal y político que propicie una mejor y más equitativa educación por medio de un sistema de aseguramiento de calidad y a través de políticas que efectivamente potencien a la educación pública y la transformen en un referente para el crecimiento y expansión del sistema educacional chileno.
Por eso, la redacción que se otorgue en la LGE en relación con la educación pública debe satisfacer el compromiso de posibilitar una legislación que atienda los temas de fondo: la calidad del sistema y el adecuado desenvolvimiento de la educación estatal, terminando así con un peligroso "más de lo mismo" que amenaza el desarrollo necesario del país y de su educación.
Quienes defendemos la educación pública en el campo ético, político y educativo buscamos un compromiso legislativo que, a partir de la LGE, la modernice y adecue su financiamiento y gestión al propósito de transformarla en un referente de calidad para la educación chilena. Ese compromiso precisará de nuevas políticas en materia de formación docente, medidas en cuanto a los currículos de estudio y modelos alternativos a la municipalización vigente y esquemas de financiamiento. Es vital que la LGE siga constituyendo un acuerdo nacional, pero no para quedar satisfechos e inmóviles, sino para seguir avanzando en un terreno en que Chile está aflictivamente retrasado. La actual protesta hace aconsejable construir un compromiso: la ley debe aprobarse en el entendido de que ella es el necesario preámbulo para atacar dos problemas vitales: calidad de la educación y papel de la educación pública en el Chile más moderno y justo que todos anhelamos.
miércoles, 9 de julio de 2008
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